Nota:
El Aguilucho Un hombre poco común
Diario:
La Nacion, sección Deportes
Fecha
de publicación: 10/01/2000
Autor:
Alfredo Parga
Una
auténtica leyenda
El Aguilucho
Un hombre poco
común
Por
Alfredo Parga Especial para La Nación
La
estampa de Oscar Alfredo Gálvez, uno de los pilotos argentinos más
exitosos, después de diez años de ausencia, aparece más
trascendente y rotunda que nunca
El
16 de diciembre de 1989 llegaba el final para Oscar Alfredo Gálvez,
víctima de un cáncer de páncreas. Pasaron más
de diez años. ¿Y qué? Inexorablemente, a uno lo asaltan
mil preguntas cuyas respuestas conoce desde siempre. Y las vuelve a resolver
como antes. Como entonces.
¿Qué
cosa admirar más en Oscar? ¿Su tenacidad? ¿Su vergüenza?
¿Su entrega?
De
buenas a primeras salta que Oscar fue un luchador que no se dio nunca por
vencido. Hasta el código de su actitud con la gente lo impulsaba
a terminar una carrera -cualquier carrera- llegando a todas partes y en
la posición más imposible. Simplemente porque la gente lo
esperaba. Como aquella noche de Tucumán, cuando hombres, mujeres
y chicos se mojaban indiferentes para recibirlo entusiasmados cuando ya
habían dado las diez. Es que se sabía que Oscar no decepcionaba
a la gente.
Así
nomás. Un tiempo feliz cuando de por medio no se operaba con la
moneda de la hipocresía y la victoria era una propuesta a la que
sólo se podía acceder con genuina capacidad.
¿Su
idoneidad? ¿Su conocimiento? ¿Su particular estrategia?
La
gente todavía no lo había identificado plenamente, agostándose
los años cuarenta cuando alguna petulancia parecía ser la
forma que él adoptaba para formular sus juicios. ¿Fanfarrón?
Oscar no desconocía que muchos creían encontrarse con un
vanidoso de marca mayor. Listo para declaraciones huecas sobre posibles,
pero improbables triunfos que nunca alcanzaría. Y no.
Oscar
decía que los iba a dejar atrás a todos. Y lo hacía.
Como cuando en el GPdel Norte se descolgaba por las montañas de
una América joven, impulsando al fatigado crítico Pedro Fiore
a calificarlo como un "Aguilucho", por aquello que explicaba hasta enfervorizado:"Oscar
se adelantó a 29 coches corriendo por lugares en los que únicamente
puede avanzar una máquina. Ha debido volar para dejarlos atrás.
No es un hombre común".
Y
en la Buenos Aires que todavía sacudía la modorra de sus
siestas con los chirridos de tranvías sosegados, aquel muchacho
de voz cascada y manos que movía como aspas de molino, creaba cuidadosamente
una imagen que no era sobredimensionada. No se trataba de un corredor común.
Podía volar con su auto. No había ningún otro capaz
de hacerlo...
¿El
camino o la pista? Oscar se sentía más a gusto en el camino.
Es que el camino le permitía echar a volar una de sus más
formidables armas:la improvisación. Oscar improvisaba a mil kilómetros
por hora. Y, en una de esas, recurría a un pedazo de madera para
reforzar un diferencial desvencijado para que su coche, aunque arrastrándose,
llegara al final de un camino donde sin protocolos ni privilegio de posiciones,
se lo esperaba siempre.
El,
corriendo, únicamente corría contra él.
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Con
los demás, competía. Y sin reparar ni en pelos ni en marcas,
ofrecía el precioso regalo de su opinión. Marcos Ciani, que
se zafaba dos veces de la muerte, y que hoy se ayuda con un bastón
para seguir siendo aquel imponente muchacho de Venado Tuerto, no necesita
de remilgo alguno para recordar cuando llegaba desanimado a Buenos Aires
sabiendo que su Chevrolet "apenas" tenía 160 kilómetros de
velocidad final. Creyendo que tal cosa no servía.
Marcos
se presentaba torpemente al estrechar la mano de aquel muchacho diplomado
en la universidad de un taller mecánico porteño, leyendo
en sus ojos grises la sinceridad.
Le
confesaba su desaliento. Oscar lo interrumpía. Colocaba una de sus
nerviosas manos en el alto hombro de Marcos, le apuntaba a los ojos y dejaba
caer sin solemnidad alguna:"Mirá, si vos tenés 160 en tu
auto, ganás. Los que hablan de velocidades fantásticas, únicamente
las tienen en sus sueños. Esos coches quedarán atrás
del tuyo. Hasta el mío..."
Ciani
no necesita repasar ninguna historia para saber que aquel juicio resultaría
verdad absoluta. Y desde la formal seriedad que acompaña al inmenso
hombre que dos veces estuvo en tratos con la señora definitiva,
redondea:"Para hablar de Oscar, yo me pongo de pie". Y lo hace hoy mismo,
cuando el bastón le presta auxilio para levantar su imponente humanidad
en un conmovedor homenaje. Hoy, todavía...
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¿La
pista? Oscar estuvo más cerca que el propio Fangio de correr en
Europa. Y antes. El destino, ese poder indescifrable para el entendimiento
de la gente común, iba a disponer que el introductor de Oscar en
Europa, Achille Varzi, se matara en Berna, en 1948, a menos de 80 km/h.
El viejo ídolo golpeaba con la cabeza contra el instrumental de
su Alfetta;se abría un corte en la frente y Varzi aparecía
como un muñeco roto definitivamente.
Gálvez,
que lo vería todo, lamentaría siempre la pérdida de
Varzi como la de quien lo había entusiasmado corriendo coches especiales.
Oscar no se lamentaría nunca cuando advertía que aquella
puerta que estaba abriendo en Europa, se cerraba con el mismo ruido con
el que golpeaba la tapa del ataúd de Varzi, mientras Italia se abrumaba
con un silencio conmovedor.
Y
no se ufanaría nunca de ser el primero que conseguía derrotar
a los pilotos extranjeros en febrero de 1949, cuando con el pesado Alfa
3.8 iba cazando a todos sus adversarios, uno por uno, para ganarles debajo
de una lluvia que encharcaba los vericuetos del asombrado bosque de Palermo.
El
propio Juan Manuel Fangio definiría con el tradicional ingenio de
lúcido paisano:"Oscar nos demostraba que los europeos no eran súper
hombres. Que se les podía ganar". El hombre de Balcarce haría
después otro tanto, hasta el cansancio.
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¿Maestro?
Héctor "Pirín" Gradassi,bajo el suave techo azul del cielo
de Córdoba, desprende con parsimonia sus palabras. La mirada perfora
los cristales de sus anteojos, revisándolo todo mientras ordena:"Hacía
las veces de asesor en el equipo Ford y lo escuchábamos cuando se
lo pedíamos. Tenía una habilidad notable para no cansarnos
con sus viejas glorias ni enseñarnos nada que no supiéramos.
Un tacto especial. Cuando con Nasif (Estéfano) o Traverso necesitábamos
de él, lo teníamos. Ahí, sí. Para orientarnos
mejor por un camino que él había hecho mucho antes".
Gradassi
esbozará una liviana sonrisa al precisar: "Recuerdo cómo
saltaba sobre una mesa para hacer flexiones cuando algún despistado
ponía en duda que siguiera siendo el mismo Oscar que todos habían
conocido muchos años antes".
Gradassi,
pronto a ser un hombre de consulta en su provincia, sólo tiene respeto
por Oscar. Una moneda que no es de uso frecuente en este tiempo de "toma
y daca", con facturas que se emiten sin recibo alguno.
El
tiempo es un insobornable testigo. Permite separar la paja del trigo. Gradúa
a los hombres por lo que realmente valieron y no por lo que los hombres
creían valer. Se conmovía cuando le daba su nombre al autódromo.
Apenas vacilaba cuando se recordaba el polémico remate de "La Caracas".
No
levantaba la voz para seguir afirmando que él había ganado
la carrera, pero aceptaba el fallo de los hombres que después de
ser sus jueces, terminaban siendo sus amigos.
Se
marchó a media mañana del 16 de diciembre de 1989. Pasaron
más de diez años. ¿Y qué?
Una
clásica actitud
Pepe
Diez era, en aquel entonces -década del 60-, un joven impulsivo
que conducía el vehículo que la empresa le entregaba para
acompañar las alternativas del Gran Premio. Y para que Ford informara
con exactitud sobre las contingencias que otorgaba la gran carrera.
Hubo
una vez que, llevado un poco por la impericia y otro tanto por su entusiasmo,
aquel vehículo, con Pepe en el volante y Oscar a su lado, en el
inusual rol de acompañante, volcaba en un arisco retome de la ruta
de la Gran Carrera.
Pepe,
cuando se restablecía la normalidad en la postura del abollado automóvil,
mientras el polvo del tumbo todavía galopaba alterado, sentía
que aquello podía tener consecuencias nada favorables en su carrera
administrativa.
Oscar,
adivinándolo, sonreía y encontraba la solución casi
sin inmutarse. "No te aflijas, pibe. Vos decí que yo manejaba cuando
volcamos y listo. Tengo tantos de éstos que uno más... ¿qué
importa?
Desde
Madrid, Pepe Diez recuerda hoy la formidable actitud, por primera vez desempolvada.
Y renueva permanentemente su agradecido homenaje.
Así
era Oscar.
Por
Alfredo Parga Especial para La Nación
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