En la mira
40
Años del quinto diamante.
Por Alfredo
Parga Especial para La Nación
Deportiva
Fecha de publicación
09-09-1997
Seguramente que todos los
que presenciaban, el 4 de agosto de 1957, el Gran Premio de Alemania en
el viejo Nurburg, no olvidarán más, así vivan mil
años, la mejor carrera de todos los tiempos. La de mayor contenido
emocional. La de la imponente serie de records-vuelta tras vuelta- marcados
por Juan Manuel Fangio con su Maserati 250F cuando procuraba alcanzar a
las dos Ferrari que a favor de los nervios de sus mecánicos, habían
dejado atrás al argentino contrariando un cálculo estrátegico
que había sido madurado cuidadosamente en la casa del tridente.
Que ya en aquel entonces, los corredores habían sido atrapados por
la alquimia que ponía en la balanza el desgaste del caucho ("nuestras
Pirelli, blandas, nos permitían una mejor tenida pero exigían
su reposición"), el consumo de combustible ("salimos con menos nafta
para poder escapar") y la consideración del peso de las máquinas
(la dócil 250F contra la 801 de Ferrari). Exactamente igual que
hoy...
Pero aquel Gran Premio, siendo
como es la carrera que permite al estudioso extasiarse con su desarrollo
y el juego de las inteligencias que en la ocasión incorporaban hasta
la locura ("lo que hice aquel día no lo había hecho nunca
antes", memorizaría Juan Manuel), tiene el complemento de un ejercicio
que agregaba otras curiosidades notables antes de desembocar en la quinta
corona del balcarceño. El crecimiento de los coches ingleses. La
exasperación de Ferrari. La crisis de Maserati en el campo económico...
La evocación apenas
tiene 40 años de antiguedad. Lo suficiente para pensar que todo
fue procesado por el alambique del más exacto juicio. Que ninguna
tinta fue sobrecargada. Que aquellos hombres lo eran de la cabeza a los
pies.
Ganar andando despacio
En la Argentina, Juan Manuel
no pensaba ganar. Su joven escudero -Stirling Moss- había madurado
para ser campeón. Paradójico: entonces ignoraba que no lo
sería nunca.
Ningún piloto le
temía a la suerte cuando el 13 de enero se corría en el Autódromo
una larga competencia de más de 390 kilómetros; el inglés,
después de haber hecho el mejor tiempo, duraba lo que un suspiro.
Se cortaba el acelerador y el francés Behra lo sustituía
con otra Maserati. Fangio no forzaba el paso; apreciaba que las Ferrari
también parecían compartir un maleficio; Collins se quedaba
sin embrague. Otro tanto ocurría con Musso. Detenían a Perdisa
para que le diera su máquina a Collins mientras que, también
por el embrague era Hawthorn el que se frenaba. José Froilán
González (y su bonhomía) permitía que el marqués
de Portago pudiera seguir. Pero nada ni nadie podía hacer nada contra
Fangio quien prevalecía, al borde de las 4 horas de un trabajo meticuloso
y sin fisuras.
Desbarajuste en Mónaco
¡Increíble!
Vivía tantas apreturas el equipo Maserati, que sus pilotos (Fangio,
Behra, Schell y Carlos Menditeguy) se alojaban aquel año en un modesto
hotel cercano a la estación de tren. El que llegaba desde Niza.
El que tenía el apeadero a 300 metros de la puerta del circuito
monegasco. Nada de Hotel de París. Una pobreza franciscana.
Un cuidadoso consumo de
cubiertas. Las vueltas necesarias para economizar combustible. Por añadidura,
revoloteando sobre todas las cabezas, el recuerdo de Alfonso de Portago,
que la semana anterior había perdido la vida en el catastrófico
accidente de unas Mil Millas que le ponía fin a las carreras italianas
en ruta.
Mucha gente aparecía
descontrolada por las calles de Mónaco. Collins se estrellaba a
la salida del túnel contra el Vanwall de Stirling Moss, quien había
decidido cambiar de auto para cambiar de suerte; Hawthorn golpeaba contra
Collins. Menditeguy desparramaba las bolsas de arena y tiraba un par de
tablones sobre el piso de la vereda que discurría en plena costanera,
indiferente al ruido de aquellos enloquecidos mortales que ni siquiera
reparaban en el verde turquesa del Mediterráneo. Como ajenos a la
belleza.
Una hora antes de correr,
una lluvia que lavaba el circuito que siempre asusta, preocupando más,
todavía. Invasión de autos ingleses; un mar de verde oscuro
y firme sobre ruedas, con Cooper, Connaught, BRM, Vanwall...
Ganaba Fangio, más
sereno e imperturbable que nunca, postergando por más de 25s. al
"conejo" Brooks (otro piloto que era mucho más de lo que indicaba
su tarjeta).
De Francia a Inglaterra
Ruan se extendía a
la sombra de la catedral que alojaba en una de sus alas durante muchos
años, una bomba sin explotar caída cuando Normandía
era un objetivo precioso para alentar posibilidades en la locura de la
segunda guerra.
Otra vez Fangio. Dominando
todo; entrenamientos, clasificación, carrera. Esta vez dictando
una nueva clase del arte de conducir para colocar una única Maserati
adelante de un escuadrón de enfurecidas Ferrari, llevadas por Musso,
Collins y Hawthorn.
Moss ensayaría un
contraataque en el circuito británico de Aintree, cuando se imponía
con su Vanwall. Algo no andaba bien en Maserati (o, mejor, algo andaba
peor); esta vez mordía el polvo de una derrota total. Atrás
del coche inglés, nuevamente en escuadrón, llegaban Musso,
Hawthorn y Trintignant, con Ferrari. El tosco Roy Salvadori se las componía
para ganar el quinto puesto con un Cooper.
Y Nurburgring, Alemania...
¿Qué cosa no
se ha escrito de aquella proeza del argentino? ¿Cuántas veces
ha sido recreado lo de tratar de sacar medio minuto de ventaja para poder
echar nafta y colocar nuevas ruedas traseras y seguir adelante? ¿Qué
documenta la leyenda sobre los nervios de los mecánicos italianos,
que curtidos en la demanda de sacar y reponer, ésta vez perdían
el control, conmovidos hasta sus entretelas cuando sentían el paso
de la Ferrari de Collins, primero, y la de Hawthorn, enseguida, como dos
truenos que estallaban en el viejo Nurburg...
Los dos hombres de Ferrari
se escapaban. No eran ni siquiera unos puntos en lontananza cuando el argentino
-casi vencido- volvía a acelerar para desandar 183 curvas por vuelta.
("Ya verían...").
Cuando Fangio completaba
su primera pasada de la segunda parte, le llegaba un doble aviso: 51s.
(como distancia a recuperar) y le indicaban que Collins estaba al frente.
Fangio, doblando como un
poseído, tenía tiempo para interrogarse: "¿Y Hawthorn?
¿Quedaría una sola Ferrari por delante?". Empezaba a mejorar
el tiempo de cada vuelta. Un record tras otro. Una danza infernal que limaba
de a dos, de a tres segundos...
De pronto, muy lejos, adelante,
aparecían dos puntos rojos ("¡Ah! ¡Estaban las dos,
entonces!"). No importaba. Primero alcanzaba y dejaba atrás a Collins.
Después, el argentino le metía la 250F por la izquierda y
por adentro, al puntero. Hawthorn hacía saltar a su Ferrari, como
enloquecida, a un costado. ("Aquel viejo diablo me hubiera aplastado si
yo no me corría", contaría conmovido, mientras 200.000 personas,
de pie, aplaudían a un piloto argentino inigualable).
El quinto diamante
Todavía se tenía
que correr en Pescara y en Monza. Todavía Fangio (34 puntos) era
aspirante, pero no campeón. No lo alcanzaría nadie. Ni Musso
(16), ni Hawthorn (13), ni Brooks (10)...
Stirling Moss triunfaba en
Pescara y en Monza. ¿Importaba algo? En las dos llegaba apurado
por "aquel viejo diablo" que cada vez manejaba más rápido.
De paso, se comprobaba que el argentino, que había llegado diez
años antes a Europa, con la ilusión de ganar "anque mas no
sea una carrera", podía coronarse campéon del mundo por quinta
vez. Lo que nunca antes. Lo que cada vez es más difícil,
después...
Pasaron 40 años. Curioso:
la historia de este quinto diamante en la corona de Fangio, cada vez tiene
más brillo. Todavía es fresca su luz.
Uno siente deseos de leer
esta historia una vez más.
Y siempre.
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