Como
la historia es según quien la cuenta, veamos otro lado:
Speed
was my life
por Alfred Neubauer
Capítulo
XX
FANGIO Y MOSS
(Extracto)
Aparte del espantoso accidente
de Le Mans, 1955 fue otro año exitoso para Mercedes. Fangio había
ganado por segunda vez el campeonato del mundo como miembro de nuestro
equipo. Parecía por otra parte que teníamos posibilidades
de ganar el campeonato de coches sport, conocido también con el
nombre de Premio de los Constructores, que estaba destinado no al conductor
sino a la fábrica en la que el coche había sido diseñado
y construido.
Ferrari había dominado
de tal manera este campeonato que parecía imposible hacerle sombra.
Pero aquel año lo virtualmente imposible se volvió posible.
En el Tourist Trophy, Moss y Fitch obtuvieron el primer lugar, Fangio y
Kling el segundo y el conde Trips y Simon se situaron los terceros para
Mercedes. Esto cumplía las expectativas de nuestros sueños
más locos. Cogí lápiz y papel y calculé rápidamente
cómo quedábamos en esta competición. Teñíamos
opciones al título pero naturalmente, antes era necesario que nosotros
participáramos en la última prueba puntuable para el campeonato
de sport.
La Targa Florio, en Sicilia,
la carrera más vieja de Europa, había sido siempre especial
para mí porque había sido allí, en 1922, donde
yo había debutado detrás de un volante. Conducía una
pequeña Sacha de 1100 cc con la que obtuve al menos una victoria
moral contra las gigantes Bugatti y Mercedes. Dos años más
tarde, otro de mis debuts tuvo como marco la Targa Florio, pero esta vez
y ya para siempre, con la Mercedes.
Nada más regresar
de Irlanda, me fui para el hotel Kronberg Schloss, en las montañas
del Taunis, donde los administradores de Daimler-Bez estaban reunidos para
recibir a la prensa. En Francfort, situada al lado, se acababa de abrir
el Salón del Automovil.
Sabía que tendría
que ir con mano de seda para obtener la aprobación para participar
en la Targa Florio. Apenas sentados para cenar esa misma noche comencé
mi ataque:
-Deberíamos
participar en la Taga Florio –le soplé a mi vecino, uno de los administradores
más veteranos.- Tenemos serias posibilidades de ganar el campeonato
del mundo.
Hizo un gesto resignado.
-No va a tener usted
suerte con eso –dijo él- Esta mañana se ha decidido enviar
al equipo a Venezuela.
-¿A Venezuela?
¿El Gran Premio de Caracas?
-Eso es. No necesito
decirle lo que una victoria en América del Sur aumentaría
nuestras exportaciones.
No dije nada pero estaba
determinado a luchar hasta el final para ir a la Targa.
Por lo general me gustan
bastante las comidas largas; pero aquella parecía durar una eternidad.
Pasaba el tiempo mirando el reloj. Ya pasaba de la una de la madrugada
cuando llegamos al café y todo el mundo empezó a relajarse.
Cambiaba algunos comentarios
con nuestro ingeniero jefe, Uhlenhaut, al que pude convencer sin demasiadas
dificultades de que Sicilia era más importante para nosotros que
Venezuela. Enseguida, juntos, arponeamos la profesor Nallinger. Los tres
nos instalamos en un despacho y nos pusimos a charlar tranquilos.
Expuse mis argumentos:
-Dos campeonatos del
mundo en un año solo año sería un record –dije resumiendo-
Eso tendría muchísimo más valor que 10 primeros puestos
en Sudamerica.
-Humm –replicó
Nallinger- La lástima es que ya estamos medio comprometidos con
el Automovil Club de Caracas.
-Un medio compromiso
no es un compromiso –dije yo.
El profesor me lanzó
una mirada inquisitiva.
-¿Esta usted
seguro de que ganaremos en Sicilia?
-Tendriamos que...
Si conseguimos las dos primeras plazas el Premio de los Constructores es
nuestro.
Me hizo falta mucha labia
a lo largo de la noche para convencerlo pero finalmente lo conseguí.
-Endentido –me dijo
finalmente- Pero que Dios le ayude si esto no funciona.
A la mañana siguiente
el Administrador delegado se mostró igualmente de acuerdo y cuatro
días más tarde salía en avión para Sicilia.
Al fin de la semana nuestros coches ya estaban en el lugar preparados para
las primeras vueltas de entremanmiento.
Fangio pilotaba con Kling,
Sitirling Moss con su simpático y jóven compatriota Peter
Collins. Yo los apoyaba sobre el terreno desde el alba hasta que oscurecía
y en poco tiempo estuvieron familiarizados con cada curva y cada colina.
Habrían hecho sobradamente el equivalente a la carrera un montón
de veces. Cada vuelta medía aproximadamente 45 millas al margen
de las dificultades que pudiera ocasionar el clima.
Fuera de la pista, yo me
encontraba como gallo en el gallinero. Mis amigos me había preparado
una villa y cada mañana yo mismo me acercaba al mercado para comprar
café, queso, salami, sardinas, pan de huevo y tomates. Cuando Moss
mostraba algún sintoma de resfriado, yo vigilaba que tomara
regularmente sus medicamentos.
Puse a punto nuestro plan
de campaña. La targa era una carrera a 13 vueltas. Sabía
que nuestro más peligroso competidor, Castelloti, solo podría
pilotar un máximo de 4 vueltas antes de que su coequipier lo reemplazara
al volante.. Eso significaba tres cambios durante la carrera, cada uno
significando una parada en boxes. Si mi equipo conseguía realizar
un relevo menos, y en consecuencia una parada menos, ganaría un
tiempo apreciable sobre los italianos. Eso podía significar la diferencia
entre la victoria o la derrota.
Fangio movía la cabeza
pensativamente.
-Demasiadas vueltas,
señor Neubauer. Es demasiado para un hombre.
-Sin embargo –tuve
que insisitirle sin ninguna piedad- Es necesario hacerlo.
Después les hice un
discurso bastante adornado, aderezado con una buenas dosis de adulación.
-No olvideis, mis valientes,
que teneis una gran reputación de resistencia física. La
cabeza de Fangio es tan solida que se pueden romper botellas en ella. La
gente dice que Moss es de caucho y que Kling es un oso humano. En cuanto
a Collins, es joven y por tanto ni él mismo conoce seguramente su
propia fuerza.
Accedieron a intentarlo.
Puse entonces a punto los planes para la Targa Florio de 1955 de la manera
más meticulosa con la que jamás he preparado carrera alguna.
Todo lo que había aprendido en el pasado lo empleé en ella.
El 16 de octubre a las 7
de la mañana, el primer coche atravesó la línea de
partida para correr contra el reloj. Era una maravillosa mañana
con un cielo azul claro, una mañana de la que me acordaré
por el resto de mis días.
Al principio todo marchaba
bien. Stirling Moss tomó la delantera y al final de la tercera vuelta
tenía más de cinco minutos de ventaja sobre Castelloti, con
Fangio en tercera posición. Pero nosotros necesitábamos a
toda costa las dos primeras plazas para conseguirlo.
Hacia el final del cuarto
giro yo miré el reloj. Moss había cruzado por meta hacía
39 minutos de manera que yo esperaba verlo llegar en pocos minutos más.
Peter Collins parecía que estaba sobre carbones encendidos esperando
ocupar su lugar.
Los minutos pasaban y yo
empezaba a inquietarme. Tomé mis prismáticos y escruté
la carretera que serpenteaba por las colinas detrás nuestro pero
no descubrí traza alguna de Moss. Instantes después un coche
aparece y el corazón me da un vuelco. Era Castelloti. Fangio lo
seguía de cerca; pero si Moss estaba fuera el campeonato y mi reputación
estaban ambas perdidas.
Entonces Collins gritó:
-¡Mirad! ¡Allí
viene!
En un momento lo tuve en
mis prismáticos y lanzaba un suspiro de alivio. Por lo menos Moss
seguía conduciendo y seguíamos teniendo una oportunidad aunque
hubiera perdido sobre 10 minutos. Sin embargo, cuando al rato el coche
paró en el stand mi optimismo bajó a cero. La elegante mercedes
300 SLR estaba en tal estado que se hubiera creído que Stirling
Moss la había entregado a un chatarrero. Los faros estaban rotos,
la parte trasera llena de golpes, todo el lateral hundido y el resto no
tenía más que abolladuras y roces.
-¡Pero qué
pasa! –grite yo- ¿todavía funciona?
Moss hizo un gesto afirmativo,
saltó del kopit, dio algunos pasos errabundos por el stand y se
retiró a sentarse sobre una caja en un rincón.
-¡Vamos, Peter!
–grité- ¡Mira a ver si puedes sacar las castañas del
fuego!
Los mecánicos trabajaban
en el coche, llenando el depósito, verificando los neumáticos,
arrancando los trozos de metal que colgaban. Era un milagro que una máquina
tan castigada pudiera tomar parte todavía en una carrera tan dura.
Pero los mecánicos
estaban tan deseosos de asegurarse de que todo estaba en buen estado que
casi olvidaron lo esencial. Acababa Peter de poner el motor en marcha y
estaba a punto de partir cuando Moss aparece fuera del stand gestigulanco
y agitando los brazos.
-¡Parad! –gritaba-
En nombre del cielo. El radiador está vacío.
Yo pasé por todos
los colores. Collins no habría podido dar una sola vuelta ... Lo
ví alejarse hasta que hubo desaparecido de mi vista. El corazón
me pesaba. Fangio había tomado la cabeza por delante de Castelloti
pero nuestras posibilidades de batirlo también por la segunda posición
se habían desvanecido prácticamente. Entré en el stand
y empecé a hacerle cargar a Moss con mis desahogos. Entonces me
di cuenta que había estado sometido a un severo shock nervioso poco
común. Yo sabía perfectamente el increíble esfuerzo
mental que la carrera más ortodoxa impone a los pilotos; y desde
luego, la Targa Florio era de todo menos ortodoxa. Viendo el estado del
coche de Moss no hacía falta ser muy perspicaz para adivinar que
algo tremendamente desagradable le había pasado.
Nos sentamos en un rincón,
ya que teníamos más de media hora antes de que los nuestros
reaparecieran, y Sitirling Moss me contó su penosa y fantástica
historia.
Negociando una horquilla
de izquierdas había perdido el control de la dirección. El
coche derrapó a la derecha golpeando un parapeto en el lateral de
la carretera, rebotó, hizo un trompo y se dirigió al otro
lado donde el terreno parecía caer en un profundo precipicio. Durante
un segundo Moss se aterrorizó, pero por fortuna no fue para tanto.
El coche cayó por el lado de la carretera y entonces comprobó
que la caida no llegaba ni a tres metros. La Mercedes voló por los
aires aterrizando en un campo sembrado de rocas y peñascos.
La Mercedes no quería
moverse. Las ruedas no agarraban o patinaban sobre la hierba. El motor
se calentaba más y más. Moss estaba a punto de abandonar
cuando una masa de italianos llegó corriendo y gritando ¡avanti,
avanti!, y empujándolo consiguieron poner de nuevo el coche sobre
la carretera.
“Dios Mio” pensaba
yo mientras gruñía:
-Eso está estrictamente
prohibido. Espero que no nos descalifiquen.
No obstante, ya estaba yo
buscando en los recovecos de mi cerebro una posible escapatoria. Me acordé
de dos experiencias similares, una treinta años antes en el Gran
Premio de Monza, donde uno de los hermanos Maserati fue ayudado a volver
a la pista y consiguió ganar la carrera. Como una Mercedes llegó
segunda, naturalmente, elevé una protesta; pero el director de la
carrera, el Cavaliere Florio, me dedicó una sonrisa indulgente:
-Los italianos son
un pueblo lleno de temperamento, signor Neubauer –me dijo- No comprenden
ni de leyes ni de reglamentos.
Yo alzé los hombros
y me resigné a lo inevitable.
Algunos años más
tarde, en la Copa Ciano Brauchitsch fue ayudado igualmente a salir de una
balas de paja y consiguió ganar la carrera pero fue descalificado.
También entonces me resigné a lo inevitable aunque debo confesar
de que no fue demasiado doloroso porque la plaza de vencedor fue atribuida
a nuestro Hermann Lang.
Lo que hacía el incidente
de Moss particularmente divertido es que el director encargado de la carrera
era el mismo señor Florio que 49 años antes había
organizado la primera Targa Florio cuyo vencedor había alcanzado
entonces la remarcable velocidad de 27 km/h de media. ¿Se acordaría
el Señor Florio del incidente de Monza treinta años antes?
Peter Collins terminaba su
primera vuelta. Cuando pasó por las tribunas miré nerviosamente
el cronómetro. Lo miré una segunda vez y lancé un
grito de alegría que hizo alzar la vista a todo el mundo en el box.
En un coche seriamente dañado Collins acababa de conseguir un tiempo
excepcional. El Ferrari de Castelloti no había podido alcanzar tal
velocidad. Ni siquiera Fangio/Kling iban al mismo ritmo. Me parecía
increíble pero Peter Collíns no solamente pudo recuperar
los minutos que Stirling Moss había perdido sino que luego, al pasarle
de nuevo el volante, éste recuperó el liderazgo.
En cada vuelta siguiente
Moss ganaba unos segundos a su propio tiempo record y cuando llegó
finalmente al final, tenía 4’ 55’’ de ventaja sobre Fangio y Kling
y casi 10 minutos sobre el Ferrari de Castelloti.
Estaba exhultante de alegría.
Abrazaba a los pilotos uno tras otro y entonces me acordé de la
amenaza de la descalificación. Pero el tema ni siquiera se mencionó
y pensé que a fin de cuentas el Señor Florio no había
olvidado el asunto de Monza.
Fue ciertamente uno de los
días más felices de mi vida, hasta el momento en el que volví
a la villa donde estábamos instalados. Allí encontré
una carta esperándome con el aviso “personal y confidencial” con
fecha 12 de octubre. Al abrirla vi que era del doctor Nallinger y al leerla
sentí que el suelo desaparecía bajo mis pies.
Una frase en concreto de
aquella carta todavía está grabada en mi memoria: “El consejo
de administración, tras un profundo examen de la cuestión,
ha decidido retirarse de las carreras de coches por tiempo indefinido”.
Esta decisión me cogió
por sorpresa e inmediatamente después de uno de los momentos más
excitantes y destructivos de mi larga carrera como director de carreras.
El choque me pareció brutal aunque eso no me impidió pensar
que era significativo que la Targa Florio, la primera carrera en la que
había tomado parte, debía ser también la última.
UTaC
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