Publicado
el 27 de mayo de 2001 en la seccion deportiva del diario La Nacion
Fangio: un día
como hoy, pero 50 años más viejo...
El
27 de mayo de 1951, Juan Manuel Fangio iniciaba, en un improvisado circuito
de Berna, la conquista de su primer título.
Domingo
27 de mayo. Como hoy. Igual, pero 50 años atrás. Fangio,
a menor distancia, lo recordaba sin enfatizar, envolviendo aquel día
con el aire de una suave nostalgia. A esa nostalgia la protegía
con su palabra medida y el testimonio de su insobornable memoria.
"Fue
como poner el primer ladrillo de una obra, ¿sabés? Cuando
todavía no te das cuenta cómo va a terminar todo, porque
lo vas haciendo de a pedazos. Como hacían nuestros padres inmigrantes,
no bien juntaban sus primeros pesos. Y este domingo -únicamente
les pertenecía el domingo- levantaban la cocina chica, como para
empezar a tener el refugio principal de la familia. Y, después,
algún otro domingo empezarían agregando una habitación.
"Un
poco, a medida que volvían a tener nuevos ahorros. Otro poco, porque
la familia se agrandaba y había llegado otro hijo. Yo lo tengo bien
presente ese asunto de las casas. Mi padre era frentista. Salía
cada mañana en su bicicleta y se iba a la obra que lo comprometía.
El se encargaba de hacer el frente. Un arte, te digo."
Y le
acercaba a su relato los apoyos necesarios para mostrarlo mejor. "Es que
el frente de la casa de alguna manera demostraba qué clase de gente
vivía adentro. Los pobres, los muy pobres tenían los huecos
de la puerta y la ventana en liso. Todo liso. Los que tenían algún
dinero más, adornaban arriba. La parte superior. Y cuando la familia
disponía del mejor pasar, había casas en Balcarce que tenían
molduras y otras cosas más hasta en los bordes de los balcones.
Y en la parte superior de las ventanas...
"Y
yo, el 27 de mayo de 1951, colocaba en aquella arbolada pista suiza el
primer ladrillo para un campeonato del mundo, que se me había escapado
el año antes. Pero te aseguro que sin pensar en el campeonato."
Preocupaciones.
Los problemas técnicos apretaban sin misericordia a los autos que
entonces corría. Si los interlocutores dominaban la materia, Fangio
no necesitaba explicar que las preocupaciones se centraban en su Alfetta.
"Una
máquina con casi 15 años de antigüedad que había
visto pasar los mejores años escondida en algún granero,
para poder salvarse del deterioro de la segunda gran guerra.
"Yo
la veía como una imponente señora, con achaques. Aunque el
regreso del ingeniero Colombo a la casa Alfa Romeo le había venido
muy bien para reacondicionarla de a poco, la marea de Ferrari crecía
a cada carrera, a medida que el commendatore ponía más a
punto la 4500. Un modelo que había nacido moderno, con muchos bríos.
Con capacidad para completar 400 kilómetros sin reabastecerse. Con
una relación peso-potencia casi ideal.
"En
cambio, la vieja Alfetta consumía casi un litro de nafta por kilómetro.
Con la ayuda de metanol para refrigerar las cámaras de combustión.
Tenía un depósito gigante, pero lo tragaba con la glotonería
de una máquina insaciable. Así que uno tenía que matarse
corriendo como un loco contra el tiempo, además de correr contra
los otros pilotos, para hacerse de un margen y parar en el box y volver
a llenar el depósito casi vacío sin perder posición.
Una operación riesgosa y delicada, porque en cuanto te descuidabas,
allí podía derrumbarse todo."
Y hacía
un alto, que apoyaba en una sonrisa sin palabras, seguramente recordando
Bélgica (ver aparte).
"Con
cada nueva carrera, la Ferrari era más rápida y más
potente. En cambio, los achaques de la Alfetta se multiplicaban. Yo la
manejaba con mucho cuidado, porque ya no estaba para soportar fatigas nuevas..."
"¿Supersticioso
yo? Tenía mis razones. Recordaba viejos cuentos. Y el maleficio
que arrastraba el número 17, que muchas veces los corredores se
negaban a usar aquí, en la Argentina. Con mucho más fastidio
que el mismo número 13. Yo tenía en cuenta que no pocos organizadores
retiraban esos números cuando iban ordenando su carrera.
"Aquella
vigilia de Suiza la tengo bien presente. La recuerdo perfectamente porque
pasaba una cosa que nunca me había pasado. Después de comer
alguna cosa como para justificar la reunión con un par de amigos,
yo invitaba a recorrer el circuito del otro día.
"En
realidad, a mí siempre me había gustado conocer hasta el
menor detalle de cada lugar donde corría. Mi amigo Stirling Moss
sostendría que una de las ventajas que yo tenía sobre todos
ellos era la de saber perfectamente bien dónde podía caer
si me despistaba. Una exageración. Yo, la verdad, no calculaba tanto.
Lo que hacía era ver cómo me las podía arreglar en
dos o tres partes muy complicadas. Ahí sí estudiaba las probables
vías de escape en caso de una salida de pista. Suficiente como prevención.
Aquella noche que fui con mis amigos, cuando no íbamos más
que a unos 50 kilómetros por hora -las leyes de Suiza sobre el tránsito
siempre me habían impresionado por su rigidez-, de pronto saltaba
al camino un gato negro. Probablemente encandilado. Un gato negro que no
me daba tiempo para reaccionar y al que atropellé, matándolo.
"Todavía
siento el golpe del pobre animal, que prácticamente se había
tirado abajo del auto. Mis amigos se daban cuenta de que la cosa no me
había hecho nada bien y trataban de distraerme, hablando de cualquier
cosa. Yo les seguí el juego, pero la verdad es que me fui a dormir
preocupado.
"Por
aquel entonces, para hacer más soportable la batalla deportiva,
ayudaba el espíritu que unía a los corredores con sus mecánicos.
Los que estábamos en las escuadras más fuertes, sabíamos
que había que rendir todo para permanecer y disfrutar del potencial
técnico de que disponíamos. Y los muchachos de equipos más
modestos o los corredores independientes sabían que, de acuerdo
con su trabajo, podían ser llamados para correr mejores autos. Y
nada de procedimientos equivocados. Nada de golpes bajos.
"Después
de haber corrido cuatro o cinco horas, comíamos todos juntos. ¿Qué
otra cosa era muy buena? La de sentarnos juntos los que nos dirigían,
los que corríamos y nuestros mecánicos. Y no había
diferencia ninguna. Nadie se sentía estrella. Era compartir la preciosa
aventura de las carreras de autos. Aunque no oculto que se hacían
algunas picardías, pero no llegaban a ser trampas.
"Recuerdo
que para correr en Barcelona, la última prueba de aquel año,
la que decidiría el título entre Ascari y yo, mi equipo le
adosaba a mi Alfetta unos tanques laterales. Hasta yo desconocía
aquella treta del ingeniero Colombo. Yo pensaba que ése era el recurso
con el que Alfa Romeo compensaría la autonomía que tenía
la 4500 de Ferrari, que no paraba.
"Me
acuerdo que estábamos en la línea de largada, cuando Colombo
inclinándose me decía a los gritos, en la salida: Tenés
que apurarte para sacar ventaja. Así aprovechamos la detención
sin tener problemas. Ahí, a punto de largar, yo venía a saber
que aquellos tanques de la Alfetta eran simulados. Pura chapa. Y tan bien
había hecho Colombo que el detalle confundía a la gente de
Módena. Y las Ferrari eran mal calzadas para no quedar, a su vez,
detrás nuestro. Y por esa equivocación rompían cubiertas
que era un gusto. Y nosotros ganábamos."
Fangio
dejaba pasar un tiempo antes de rematar colocando cuidadosamente las palabras.
"Como
pasa con el marido engañado, que dicen siempre que se entera último,
¿no? Yo me sentí así, porque con la carrera por correrse,
con aquella ancha calle del Paseo de Pedralbes por delante, me enteraba
de que la vieja Alfetta era la misma Alfetta vieja con la que venía
peleando con la moderna 4500 de Ferrari...
"Afortunadamente,
la jugada salía bien. Y conseguía ganar porque eran muchas
las cubiertas que rompían. Tiraban más vueltas, pero patinando
y desbandaban. Yo llevaba un mes pensando cómo hacer para ganar
aquella carrera. Hasta me despertaba de noche pensando qué cosa
inventar para poder ganar..."
Después
volvería a sonreír, recordando que con aquella picardía
se había confundido a la otra marca. Es que en Alfa Romeo se pensaba
que en una de ésas, sin querer, Fangio podía franquearse
con Pepe González, que corría para Ferrari. Esto cuando ninguno
de los dos jamás se interrogaban sobre lo que cada uno tenía
que hacer en el circuito, por sus equipos. Una conducta ejemplar sin una
sombra que hoy, todavía, resulta increíble. Más para
los tiempos que corren. Cuando muchas cosas se venden. Y otras se compran
en un mercado que no tiene compasión. Ni siquiera por la sombra
de uno mismo.
Domingo
27 de mayo. Como hoy, igual. Pero 50 años más viejo.
En
la pista de Berna, Fangio empezaría a colocar el primer ladrillo
de una preciosa obra.
Después,
como ejecutando una sublime partitura con la que se entusiasmaba, ejecutándola
cuando la gente se lo pedía, elaboraría otras cuatro grandes
temporadas para redondear la posesión de cinco coronas universales,
cuyo fulgor todavía luce inmaculado desde el siglo último.
Y que nadie pudo alcanzar. Cuando su figura sigue siendo la referencia
para todos los corredores que por el mundo persiguen la gloria como locos.
El
dibujo suizo de Bemgarten era aquel mayo de 1951 un circuito semipermanente;
la definición de circuito-parque podía caerle como anillo
al dedo. Una cinta de pavimento generoso para circular, con tupida arboleda
a los costados y desniveles constantes. Como tercos. Circuito encantador
y peligroso, solían denun ciarlo los expertos. Eso, de común.
Pero aquel 27 de mayo -además- llovía desde temprano. Llovía
cuando los autos eran colocados en filas alternativas de tres y dos coches
para salir pendiente abajo. Cuando las manchas de aceite y de grasa rezumaban
en muchos lugares, rechazando la adherencia del caucho pegajoso. Llovía
mientras se corría y los charcos se agrandaban. Y los paraguas eran
como hongos brillantes tratando de proteger la ropa, que cada vez se veía
más mojada.
Tiempos
en los que la imaginación de los cronistas podía ocuparse
de olas que se levantan al paso de los autos en las curvas más inundadas.
Y Fangio sintetizar: "El barro y la lluvia armaban una mezcla que a veces
me cegaba las antiparras".
Igual
se corría. ¿Tendría ventaja Farina con una Alfetta
modificada con tanque de 350 litros para no detenerse? La de Juan rodaría
con 100 litros menos. Más ágil para picar y mandarse a mudar,
irreverente. Farina no intentaba seguirlo; astuto, sabía que su
coche era muy pesado y se conformaba con un paso regular para poder mantener
la segunda plaza.
Los
afanes de Pepe González se frustrarían antes de las 12 vueltas,
cuando su destartalada Talbot azul, transportando un motor humeante y silencioso,
bañado en aceite, llegaba hasta los improvisados boxes del Bremgarten.
En
la pista, algunos perdían el rumbo. Otros golpeaban en los fardos
de pasto que pretendían ponerle un cerco a los ingenuos que procuraban
correr. Fangio -distante- sumaba una vuelta mejor que otra para sacar ventajas.
Cuando se detenía en el circuito número 23 -la carrera era
a 42- llevaba 40 segundos de ventaja. Desacelerar, cargar 100 litros de
combustible y acelerar lo hacía perder alrededor de un minuto. Saldría
como una tromba, aunque la lluvia continuara molestándolo. En tres
circuitos, apenas, el argentino se adelantaba al asombrado Farina, que
movía su enorme cabeza desconcertado. El ingeniero Taruffi -aquel
día el hombre más peligroso de Ferrari- una vuelta antes
del final postergaría a su compatriota, pero no alcanzaría
al balcarceño que, con 55 segundos de ventaja, cruzaba la llegada
ganando la primera carrera del campeonato mundial de 1951.
Un
27 de mayo, como hoy. igual. Pero cincuenta años atrás...
Como
para no dejar ningún hilo desprendido en su repaso, Juan Manuel
podía agregar en el momento exacto: "Una de las cosas significativas
que acercaba aquella victoria era la de poder alejar el fantasma del maleficio.
No le daba lugar a la yeta. El gato estaba muerto, pero yo conseguía
ganar igual".
Terminaría
de poner las cosas en su lugar, resumiendo: "¿Te imaginás
el complejo que hubiera cargado con la sugestión por aquel pobre
animal que había atropellado sin querer? Las cosas son así
por alguna razón. Cuando me pegué en Monza por no dormir,
no había gato negro ni números fatales. Casi me mato por
un exceso personal. Esa fue la equivocación de mi vida; creer que
haber dormido mal no era gran cosa. Cuando después cargaba aquel
yeso que me acompañaría durante interminables cinco meses,
iba a tener tiempo de sobra para comprender que hasta las cosas más
tontas o las más chicas pueden cambiar un destino".
La
trivialidad no era insignificante. No era posible correr bien, si no estaba
bien dormido. Una tontera, casi...
"El
primer ladrillo..." Fangio repasaría tantas veces aquella carrera
de Berna como se lo pidiera la gente. La que no se cansaba de escuchar
el relato conocido. Para revivir la forma y manera que Juan empleaba para
definir sutilmente el juego de estrategias que se movían con una
pizca de ingenuidad en una disciplina que todavía no había
sido seducida por la publicidad. Y que se movía con naturalidad
y desenfado. Casi sin dobleces.
Domingo
27 de mayo. Como hoy, igual. Pero 50 años atrás.
Cuando
todavía no se hablaba de ecología ni de polución ni
de ambientes contaminados o enfermos, el seductor y peligroso circuito
suizo dejaría de estar habilitado para correr. Y como muy lejos
de allí -en el bosque argentino de Palermo- la comunidad se las
iba a componer para que las carreras de autos no se desarrollaran más
en el espacio que le corresponde a la gente, fundamentalmente.
Pero
esa historia es otra que no tiene más punto en común con
ésta que la de servir de base para la colocación del primer
ladrillo del monumento que Fangio levantaría en 1951 para concluirlo
en el recoleto Paseo de Pedralbes, en Barcelona. Cuando con la ingenuidad
de entonces, hasta los ingenieros de Alfa Romeo lo engañaban haciéndole
creer hasta el último momento que no debería detener su fatigada
Alfetta. Intuyendo -seguramente- que Fangio se las arreglaría para
no perder la carrera, aunque tuviera que detenerse por más nafta.
El
iba a ser capaz de hacerlo. ¿Cómo no?
Texto:
Alfredo Parga
Una
historia dentro de la historia
Ocurría
en ocasión del Gran Premio de Bélgica de 1951.
Contra
todo lo que podía esperarse, Fangio no tomaba la punta. Corría
a la expectativa. Villoresi, con la 4500 de Ferrari era el más urgido.
Y enseñaba el camino. El balcarceño, el más fino estratega
de aquellos años verdes de la F1, comenzaría a mostrar el
número 2 de su vieja Alfetta de a poco. Cuarto al principio, tercero
después, más tarde segundo. Al detenerse Farina para colocar
caucho nuevo -el italiano forzaba su auto y consumía más
cubiertas-, Fangio pasaba adelante. Que manejaba como siempre lo documentaría
la marca récord que entonces significaba 1 punto para el autor del
mejor registro.
Con
la luz que lo debía proteger de alguna contingencia, Fangio entraba
en boxes a su tiempo. Y allí venía la sorpresa.La rueda trasera
izquierda se resistía. No salía. Probablemente como consecuencia
del recalentamiento del eje y del tambor, la rueda no salía. Uno,
dos, tres minutos... En la pista seguían tronando los otros autos.
Fangio de cuando en cuando miraba la carrera. Se sentaba sobre el pequeño
muro que dividía la pista de los boxes. No presionaba a sus mecánicos,
que hasta con un martillo trataban de expulsar la rueda salvaje.
Fangio
comenzaba a silbar sin turbarse. Sin turbar a sus mecánicos, complicados
con el bloqueo de la rueda en las estrías de la punta de eje. Cinco
minutos, diez...
Al
fin se sacaba la rueda con su campana; quedaba dañada la suspensión.
Fangio, con varias vueltas perdidas, tenía que volver a correr para
poder mantener aquel punto del récord. Entraría noveno...
Al volver, le guiñaba un ojo a sus mecánicos. Y deleitaba,
en el remate, al público. Sin una sola nota destemplada. Con los
nervios contenidos.
Con
la procesión por dentro. Sin desbordes.
Hoy
todavía, cuidadosos investigadores europeos recuerdan la circunstancia
y creen encontrar en la tranquila conducta que adoptaba el balcarceño
buena parte de la estrategia con la que operaba en todos los circuitos.
Entendía Fangio que las carreras eran lo suficientemente complicadas
como para preverlo todo, sin descuidar un solo detalle. Aunque a veces,
cosas como la que planteaba aquella rueda anárquica, no entraban
en ningún plan.
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