Recuerdos
de un habitué:
De
la Biela Fundida a la Viridita
La
revista Velocidad formó parte de este período de oro
Texto
y fotos: Federico B. Kirbus
Los
cambios de oficina de VELOCIDAD eran tan constantes como el rojo de la
caja.
La
revista había sido fundada por un entusiasta señor italiano,
Antonio Cataldo, inmigrante con una larga relación con el automovilismo
italiano y el Automobile Club d’Italia (ACI). Su secretario era napolitano,
y su nombre, Ortu, motivo de frecuentes aunque contenidas risas nuestras.
Peregrinábamos
de oficina en oficina, todas prestadas. Cada vez que iba a la redacción
tenía que mirar en el último número en los kioskos
cuál era la dirección actual.
Aunque
los primeros números los armó don Antonio, pronto tuvo la
suerte de que se arrimara Folco Doro, un genio innato del periodismo. Casi
juntos llegamos los otros tres mosqueteros: Gianni Rogliatti, que vive
hoy en Milano, Ronald Hansen, y este otario.
Un
escritorio por Plaza de Mayo, otro en Avenida de Mayo, luego un conventillo
en Esmeralda y Tucumán, después un departamento en Avenida
del Libertador 222, más adelante el subsuelo del edificio Autoar
frente a la plaza San Martín (con el Porsche Cisitalia en exposición,
allí donde hoy está la casa de cueros López), también
el primer piso sobre la farmacia La Estrella, hoy Museo de la Ciudad, y
por fin en Maipú esquina Cangallo fueron nuestras etapas (cuando
hace poco visité el Museo de la Ciudad y le dije a la vendedora
de tickets en broma que “aquí viene un objeto que se escapó
de este repositorio”, la mujer me miró como a un excéntrico).
Con
solamente el tabloid MOTOR y con Coche a la Vista...! en los kioskos, no
teníamos competencia – el nuestro era otro público. Opinábamos
sobre el futuro Autódromo y sus posibles trazados, sobre la Fórmula
3 en Argentina, y sobre el Porsche Cisitalia. En el número 22 de
mayo de 1952 presentamos en tapa el Porsche Cisitalia, descubierto poco
antes por Folco Doro arrumbado en los galpones de Autoar en el Tigre.
Y
fue en Libertador 222 donde escuché mencionar por vez primera La
Viridita en Junín y Quintana. Puesto que nuestra publicación
estaba orientada hacia los coches Sport ya que ni El Gráfico ni
tampoco Mundo Deportivo le dedicaban mucho espacio porque no era deporte
vernáculo, nos percatamos que allí debíamos encontrar
una fuente de información e inspiración valiosa.
Así
fue como por el ’52 comencé a concurrir a La Biela Fundida. Al principio
me costó identificar a los personajes pintorescos que formaban el
círculo de los bonvivants, y aún luego me costó para
conocer todos los protagonistas y entretelones.
Salvo
quienes venían de su oficina, con ambo y corbata, la moda era concurrir
en mocasines sin medias, como recién levantado de la cama. El trago
obligado era un Clarito, tres pesos, y como tentempié un sándwich
de pavita, cuatro. Uno de los mozos tenía un parecido notable con
Ernesto Petrini, y así lo llamábamos. En verano estábamos
sentados en la vereda sobre Quintana (de ahí La Viridita), en invierno
adentro. Por entonces el local era la mitad de hoy, recién más
tarde se duplicó la superficie. Tiempo después cuando cierto
día volví, eché un vistazo al cielorraso por
si
veía aún el orificio de un balazo que alguien, creo que fue
Coco Llano, disparó al plafond por no sé qué motivo.
Las
mesitas se poblaban antes de la hora de la cena, aunque otros venían
bien entrada la noche, con reuniones muy animadas los sábados y
domingo. Pero en rigor la barra y las mesas atendían desde las 10
a.m. a las 4 p.m.
A
medida que publicaba artículos en VELOCIDAD me fueron conociendo,
lo mismo que a Hansen y a Folco Doro; Gianni vivía cerca y por eso
frecuentaba más.
A veces
acudía también Ricardo Lorenzo, Borocotó (el verdadero),
el hombre que sabía hacer llorar a multitudes con su relato de cómo
a Toscanito Marimón se le había apagado su puro, a juntar
chismes para aquella página por la que se comenzaba a leer El Gráfico,
que era Apiladas, la última. Salir en esta colmuna, junto a los
Sacachispas o Pelota de Trapo, era para cualquiera un egregio honor, salvo
para Charlie Menditeguy, que cierta vez se enojó cuando Lorenzo
publicó allí un suelto reproduciendo el supuesto comentario
de un Juan Alguien, quien preguntaba: “Menditeguy, scratch en golf, campeón
de coches sport, handicap 10 en polo, tenista de alto ranking, pero ¿cuándo
cuernos labura?”
Ocasionalmente
concurrían algunos literatos por entonces desconocidos como Borges
o Bioy Casares, o personajes de la farándula. Entre estos últimos
recuerdo muy en especial a “Willy” Divito, fundador del Rico Tipo en 1944
y el dibujante de las chicas con increíbles curvas que arrimaba
a la vereda de Quintana
con
un bote descapotable, rojo bomberos, lleno con sus modelos talle de avispa.
¡Existían!
Naturalmente,
de lo que menos se hablaba era de fierros. Predominaban chismes, patrañas
y, en esa época peronista, la política (“¡Mañana
no hay desfile!”). Proezas
fuori
pista que se relataban era cómo fulano se le había escapado
a un zorro gris (policía municipal del tránsito), o subido
en coche hasta el Ciervo (la efigie en el Rosedal).
Hasta
los cuarenta el local se llamó Aéro Bar porque allí
se reunían los amantes de la volación, luego llamado aviación.
De ahí después La Biela, o bien La Biela Fundida como derivación
de Hot Rod.
La
lista de los habitúes es larga. Aparte de los sempiternos chantas
y olfas, algunos de los concurrentes más conspicuos eran Ernesto
Tornquist (Emart), de los primeros argentinos de posguerra en correr por
Europa; el “Colorado” Ricardo Polledo, “el ingeniero”; Roberto “Cachorro”
Bonomi; Bubi Schroeder; Charlie McCall; Álvaro Piano, casado con
una hermosa Miss Brasil; Enrique Díaz Sáenz Valiente “Patoruzú”,
otro multicampeón (“Ayer limé un poco la mira de mi pistola
y estoy full en el blanco”); el “Pescado” Lostaló (tenía
muy cerca su salón de ventas de autos): los siempre alegres hermanos
Carlos y “Julito” Guimarey (idem); Nicolás Dellepiane; Freddie López
Lecube; el Bebe Lacroze (hermano de Amalita); Lucio Bollaert; Felipe Sastre
(“Ya sabés que a mí no me gusta laburar”); José María
Ibáñez; Bubi Salzman; Carlitos Pérez de Villa, quien
había traído de Miami dos veteranos bombarderos de la USAF
y más tarde convirtió una de los cuatrimotores en boite volante
entre Buenos Aires y Bariloche, Jorge Malbrán y tantos otros. Héctor
Zampini, también, respetado como el Dalai Lama por su manejo de
los números cuando otorgaba los handicap para las competencias.
Asiduo concurrente era asimismo el doctor Livingstone que, ya peinando
canas, alternaba el sillón de dentista con el asiento de su moto.
O el doctor Pedro Escudero, que más adelante se convertiría
con su casa rodante en trotamundos americano. “Bitito” Mieres, Jorge “Nino”
Macías y Teddy Schwelm Cruz se arrimaban lo mismo que nuevos ricos
como Luis Milán con su compinche “Mamma Mía”, o los hermanos
Bruno, tanto aquél como estos últimos dueños de grandes
curtiembres. Como que tampoco podía faltar un “Innombrable”. Cuando
cierto día, inocentón yo, mencioné su nombre, vi como
los presentes manoteaban urgente sus llaveros.
Único
también, aunque ocasional: “Warnazo” Tornquist con su moto. O “Pisto”
Reyes y su inseparable amigo Esteban “Pecos Bill” Estrada. El siempre optimista
Álvaro Piano, casado con una Miss Brasil, y Charlie McCall. Y asimismo
el por costumbre callado y medio enigmático Larry, aunque de los
mejores.
O
bien los hermanos De Tomaso: uno, el gordo, era de la escolta presidencial
de Aramburu; Alejandro era inconstante y llamado El Insano, por su carácter.
Todos,
personajes de aquellos. Como por caso el “Ñato” Correa Keen. Hacendado
con latifundios por Río Cuarto. Un día se hizo insonorizar
su bulín e instaló un poderoso equipo de audio, fue a Casa
América, preguntó a la vendedora: “Señorita, ¿tiene
discos long play?” y compró uno de cada. Vi. la colección,
varios metros lineales.
En
otra oportunidad el Ñato le pidió a un amigo odontólogo
le confeccionara una dentadura tipo Drácula: cuatro incisivos finitos
y dos caninos de aquellos y bien afilados. El dentista primero se negó
recordando seguramente su juramento hipocrático. Pero como Correa
Keen no preguntó cuánto costaría, se la hizo.
Poco
después, deslizándose con su Jaguar con capota baja por Libertador,
lo alcanzó
un
zorro gris con su Moto Guzzi fiambrera.
-Su
registro, señor.
El
Ñato justo tuvo tiempo, mientras fingía buscar el carné,
para colocarse la de Drácula.
Al
mirar al municipal con la postiza bien visible, el de la moto se puso pálido
y se alejó ignorando todos los límites de velocidad que él
debía vigilar.
Al
término de alguna carrera Sport en el Autódromo (aunque fuere
el Gran Premio Lealtad) las máquinas participantes que habían
venido rodando por el adoquinado de Villa Soldati, estacionaban en
el espacio sobre Junín junto al gran gomero (que hoy es más
grande aún, con una copa de 58 metros de diámetro según
la vista de Google Earth). Allí los pilotos bajaban cual Deus ex
machina y, sacándose los guantes, se acercaban al boliche. Desde
el Anticristo de Enrique (“El chasis es tan rígido porque tiene
siete soldaduras”) pasando por las gráciles Gordini hasta las modernas
Ferrari 2560 y 2715 y algún Jaguar, como los de Jorge Camaño
o José María Millet. Nunca estaba ausente la Supersónica
(Cisitalia) de Miguel Herschberg, aunque no brillara precisamente por su
rapidez.
Nada
de los sainetes actuales con las botellas de champán en el podio.
Aplausos desde las mesas. Después los relatos, a cual más
pintoresco que dramático. Que fulano corrió sin frenos y
entró segundo. Que mengano tuvo problemas con la carburación.
Que zutano se quedó sin embrague y llegó tercero igual. Que
la mezcla, que la bomba de agua. Sin embargo, documentado en fotos históricas
de aquellos altri tempi, está ¡la Bugatti de Bitito Mieres
peleando mano a mano con la Ferrari de Cachorro Bonomi!
-¡Petrini,
un clarito!
Y
quien los conseguía, fumaba Clifton.
Los
Carritos de la Costanera eran realmente todavía carretitas, aunque
ya montados sobre ladrillos. Recién con motivo de una visita posterior
del general De Gaulle se los transformó en locales.
Algunos
quedaban debiendo la consumición. Pero no porque les faltara dinero,
sino porque no llevaban encima billetes, por sucios. Charlie Menditeguy,
por ejemplo. Plena época de los nenes caca y los petiteros. Quien
pretendía tener voz y voto en las ruedas debía poseer, o
al menos haber leído, The Grand Prix Car de sir Laurence Pomeroy.
Para mangiagrasas y gente de mameluco no había lugar, ni para pasar
por la vereda de enfrente.
Avenida
Quintana era por entonces mano hacia el centro (así como Corrientes
era mano para arriba). Pero a veces veíamos desfilar un cortejo
fúnebre rumbo a La Recoleta, acaso de alguien que había alquilado
un sepulcro para la inhumación y darse corte de alcurnia.
Antes
de la Revolución Libertadora el asunto era conseguir uno de los
rarísimos permisos de importación; luego, todos habían
sido antiperonistas a muerte.
En
esas mesas nació una tarde también lo de “la meada más
veloz del mundo”.
El
asunto fue así: después de su triunfo en la Tres Arroyos
a un promedio récord mundial en caminos públicos (212 km/h),
Enrique contó cómo, a media carrera y debido a las sacudidas
por el pavimento ondulado, sentía una incontenible necesidad de
orinar. Pero, como tenía todavía por delante la detención
para reabastecerse y le hubiera dado vergüenza salir del pescante
con el pantalón mojado, se acomodó hacia delante, extrajo
la manguera, hizo pis y luego, manoteando una rejilla, con el pie izquierdo
trató de secar el charco mientras el derecho seguía apretando
el acelerador a fondo. Lucio Bollaert soltó entonces una carcajada
y acuñó aquella frase.
Otro
ingenioso, Nino Macías, inseparable de Raúl Fernández
Aguirre, fue el inventor de la “escudería del bajo vientre” (en
TC): Navone, Peduzzi y Logulo.
“Mamma
Mía” era joyero (esculpió nuestros anillos de boda) y tenía
un Rolls Royce, en tiempos en que circulaban por las calles los Bentley
y Jaguar, los Cord y los Packard. Cuando estacionaba su Rolls le gritábamos:
“A ver si arranca con la chispa”. Mamma Mía movía entonces
la palanquita del avance, y silenciosamente el motor comenzaba a ronronear.
Como
que en general se corría por entonces al más puro estilo
del gentleman driver. Por el gusto de participar. Me buscaban de casa con
un Mercedes SSK y me dejaban con una Bugatti biplaza de alguien que pasaba
cerca por donde yo vivía. Un coche Sport era un auto callejero con
más potencia y una carrocería que se suponía aerodinámica.
Solo con más problemas para regular porque las bujías siempre
se empastaban.
Hasta
los Mil Kilómetros del 54 se frenaba bombeando para no recalentar
los tambores. Ese año los pilotos extranjeros enseñaron a
los copilotos argentinos que había que clavar el pedal derecho sin
miramientos.
Nuestro
territorio, a todo eso, era a mediados de los ’50 aún aquél
país “para diecinueve miliones de argentinos” como decía
Frondizi, con un parque de unos 330.000 coches de pasajeros y una densidad
tal que había que dar a veces tres vueltas a la manzana para poder
estacionar en Florida y Corrientes (mano para arriba, repito, hasta los
sesenta).
De
los de aquella época, y que conserven recuerdos, documentos o fotos,
quedan pocos.
Éste
es un ensayo que intenta rescatar aquella época inolvidable.
De
Federico B. Kirbus, especial para el UTaC Team.
Nota:
Este artículo evocativo se publicó primeroen la revista Rueda
Rudge, el órgano del Club de Automóviles Clásicos,
San Isidro.